Por pequeño que sea el “fallo”, por pequeño que sea el desequilibrio, defecto o desajuste físico que exista en la construcción de las piezas de una ruleta de casino, allí existirá una manera de “hackearla”. En la década de los 70 existieron un grupo de pioneros dispuestos a demostrar que aplicada a la física, la ruleta no tenía secretos. Lo conseguido cambiaría las propias reglas del “juego”.
A lo largo de la historia han existido un gran número de “superdotados” que han quebrado las leyes del juego, cada uno a su manera. Ahí están los casos ocurridos a finales de los 70 con el famoso grupo de estudiantes del MIT conocido como MIT Blackjack Team, o los más recientes en los 90 con el “Clan Pelayo” y posteriormente en el 2005 una vez más con los jóvenes genios del MIT.
Todos estos casos conectan de una manera u otra con uno de los primeros donde un grupo de matemáticos puso en jaque a los casinos de medio mundo. Una idea que partía de la posibilidad de romper el juego desde un punto de vista científico. Los conocidos como los Eudaemons.
Los físicos del juego
Cuando hablamos del eudemonismo estamos ante un concepto filosófico de origen griego compuesto de lo bueno y la divinidad menor, que a su vez recoge diversas teoría éticas, aunque todas tienen como característica común ser una justificación de todo aquello que sirve para alcanzar la felicidad. Un término que iría ligado a la aventura en la que se embarcaron los Eudaemons.
A mediados de la década de los 70 un pequeño grupo de estudiantes de física de la Universidad de California en Santa Cruz encabezados por J. Doyne Farmer y Norman Packard llevan a cabo una investigación sobre una ruleta que habían comprado. Un trabajo que comenzaba anteriormente en la Universidad como parte de una investigación sobre estadística y posibilidades de ganar en la ruleta de los casinos.
Una cosa llevó a la otra y Farmer y Packard comenzaron a idear que del trabajo podría salir un método para ganar acudiendo a las salas. Método al que posteriormente y como veremos, se incluían trampas. Por tanto partieron de una base: si lograban la “ecuación” que les diera de la manera más aproximada los datos de velocidad y desaceleración de la rueda de la ruleta junto a la propia velocidad de la bola, lograrían acercarse como nunca antes a la probabilidad de ganar.
Así que una vez comprada la ruleta hicieron uso de varios instrumentos donde se incluía una cámara y un osciloscopio para realizar un seguimiento del movimiento de la rueda de la ruleta, armando un rompecabezas y una fórmula donde se incluía funciones trigonométricas y cuatro variables interdependientes, entre ellas el período de rotación de la rueda y el período de rotación de la bola alrededor de la misma. Con ello serían capaces de averiguar la curva de desaceleración de la rueda y de la bola.
Dado que los cálculos eran tremendamente complicados para llevarlos a cabo en el casino, decidieron construir un ordenador personalizado donde incluir toda la información y datos sobre rueda y bola. A su vez el ordenador les devolvería una predicción sobre los sectores de la rueda en la que podría caer la bola, es decir, se ampliaban las probabilidades de acertar con la predicción del octante donde caería dicha bola.
Se pusieron manos a la obra y construyeron este pequeño ordenador en un sótano que tenía uno de los estudiantes. No era una máquina cualquiera. Evidentemente no podían aparecer en los casinos con un ordenador al uso, así que diseñaron una pequeña computadora que se podría ocultar en el interior de un zapato. Una máquina que llevaba un microprocesador MOS 6502 y unas baterías con un tiempo aproximado de dos horas (que podrían cambiar en los baños de los casinos). Los datos de entrada se activarían a través del dedo gordo del pie conectado a su vez a un micro-interruptor en el interior del zapato. A continuación, una señal eléctrica se transmitía a tres solenoides vibradores ocultos tras la camisa y a su vez atados al pecho. Dependiendo del lugar donde sintieran la vibración apostarían al octeto.
Estos datos introducidos con el dedo del pie daban la información sobre el número de giros de la ruleta y la bola, a su vez el ordenador “devolvía” la información con la predicción del octante al que debían apostar, o en su caso, cuando no debían hacerlo.
Tras casi dos años de trabajo en el “laboratorio” en el que se había convertido el sótano, el sistema informático estaba listo. Poco antes de 1978 el grupo lo puso en práctica en Las Vegas. Obviamente incurrían en una ilegalidad, pero por aquel entonces habían decidido que el dinero que ganaran lo iban a destinar para financiar a la comunidad científica.
Una vez en la “ciudad del juego” pensaron que lo mejor era dividir el trabajo en grupos de dos. Uno sería el denominado como “observador”, el otro sería el “apostador”. El observador haría uso de las señales de entrada con el dedo del pie para recoger los datos e introducirlos en el ordenador (cálculo de la velocidad del giro de la ruleta y bola) mientras que el apostador recibiría las señales de salida que tiene bajo la camisa. El resultado final: unas ganancias medias del 44% por cada dólar que apostaron.
No todo fueron alegrías, también existieron problemas. En una ocasión el aislamiento falló y el apostante recibió pequeñas descargas eléctricas. A su vez y con el tiempo, los estudiantes comenzarían a dejar de lado el “proyecto” (nunca lo hicieron por hacerse ricos) debido a que no tenían tiempo para compatibilizarlo con los estudios.
Al final todo se quedó en un experimento científico cuyo objetivo fue un éxito. Habían demostrado que había una manera de predecir estadísticamente el sector donde caería una bola en una rueda a partir de varios datos de entrada. Unos resultados que fueron precursores de la misma ciencia de datos o de los análisis predictivos, y sobre todo de otros sistemas cada vez más sofisticados de “fórmulas” para quebrar la ruleta.
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